Nuevos pueblos para un pueblo nuevo
Columna por Vivian Lavín
No tenemos que mentirnos más. Ya es imposible seguir sosteniendo esa cantinela de ese Chile campesino como un lugar maravilloso que el fuego ha hecho cenizas, que esos pueblitos de nombres como Santa Olga, eran encantadores villorrios de gran belleza arquitectónica de los que ya no podremos disfrutar más. Porque de nuevo, como lo hizo el tsunami hace siete años, la naturaleza se encarga de desnudarnos, como aquél emperador soberbio que se paseaba desnudo pero que insistía en convencer al resto que lucía un traje de materiales solo visible a ojos selectos. De nuevo hemos quedado en evidencia y es deseable que esta vez opere un cambio racional, pero sobre todo, emocional, que nos saque de la siutiquería, de la impostura, para aceptar lo que somos. Que ya debemos dejar de creer que lo que proyectamos son esos trajeados ejecutivos que se pasean por el mundo vendiendo una economía llamada Chile integrada por 17 millones de emprendedores, cuando en verdad, se trata de una cartera de inversión que corresponde a un puñado de empresas familiares con corazones convertidos en mecanismos para hacer dinero, donde y cómo sea. Para terminar de contarnos cuentos, y empezar quizás, en el siglo XXI, con una historia nueva y honesta que represente la voz de los invisibles.
Resulta difícil encontrar el lado bueno del infierno en el que nos encontramos, en medio de tanto sufrimiento y desolación. Un ejercicio que roza en la candidez, pero que resulta imprescindible con tanta mala leche y aprovechamiento. Asquea la bilis que chorrea en las redes sociales con comentarios que denotan ignorancia y mala fe. Hastía la xenofobia y el sentimiento anti mapuche de un alto uniformado. Entre perplejidad e indignación produce el desatino constante de un director de la corporación encargada de cuidar nuestros bosques...repugna que Facebook incremente sus ingresos cuando un diputado quiere pasarse de listo pagando por destruir la imagen del gobierno.
Pero detrás de eso hay mucho más. Hay millares de pequeñas historias que conmueven. Hay un Víctor, un trabajador modesto que por iniciativa propia, como lo hizo para el terremoto de 2010, el incendio de Valparaíso y las inundaciones en el Norte, ya partió con su pequeño camión hacia la zona de desastre, cargado de ayuda solidaria de sus también modestos vecinos de Peñalolén. Junto a él, millares de chilenos se organizan para ayudar, algunos proponen que la mezquina indemnización de CMPC en lugar de ir a los bolsillos de los consumidores, vaya directo a la reconstrucción...
Son tantas historias nacidas de las cenizas que invitan a imaginar ese otro Chile posible. Como lo hicieron otras naciones, hace apenas unas décadas, después de conflagraciones mundiales que lo destruyeron todo. En nuestro caso fue la naturaleza, en el caso de Europa y el Sudeste asiático fue la guerra, la que pulverizó ciudades completas y a su gente, millones de personas muertas, generaciones jóvenes desaparecidas. Países que no tuvieron tiempo para lamentaciones. Debieron levantarse aun cuando no terminaban de llorar a sus muertos, reconstruirse moral y materialmente, para volver a darle un sentido a sus vidas. Pueblos que debieron entender, no sin dolor, que luego del odio que los llevó a matarse entre unos y otros, debían aprender no solo a convivir en paz, sino que a buscar caminos de ayuda mutua.
Esas casi 400 mil hectáreas destruidas golpean duramente a nuestra economía, sin embargo, el impulso por reactivarlas debe ir más allá de ellas, y empezar a entender que es hora de cambiar mucho más, desde la política forestal hasta la responsabilidad política y moral que nos cabe a todos en esto. Que la reconstrucción de los poblados sea bajo un diseño moderno y ecológico, como lo ha propuesto el Nobel de arquitectura, el chileno Alejando Aravena. Que la modernidad no arrase con sus costumbres, pero sí con la indignidad de no contar con alcantarillado. Que la escasez de recursos deje de ser sinónimo de fealdad y falta de aseo. Que la comunidad nacional tome definitivamente las riendas de un destino común, entregándoles a los jóvenes la responsabilidad de liderar estos cambios para terminar con esa visión paternalista de veranear una semana con la pobreza haciendo techos. Que los profesores de las zonas afectadas adquieran un rol destacado en la reconstrucción afectiva de sus estudiantes y que esas nuevas escuelas tengan otra similar de excelencia, que las apoye de manera permanente. Que se consideren establecimientos de educación superior en algunos de ellos, de modo de terminar con el centralismo santiaguino. Escuelas e institutos técnicos compenetrados con la actividad económica de su territorio, en asociación con el empresariado de la zona para formar profesionales y terminar con esa mano de obra barata y sin calificación. Pensar en nuevos poblados que inviten a ser colonizados por los jóvenes, respetuosos de la naturaleza y ávidos de experiencias vitales.
Que lo que necesitamos son nuevos pueblos para un pueblo nuevo.