Entrevista a Bélgica Castro y Alejandro Sieveking

Teatreros de tomo y lomo

Desde hace 45 años, hablar de Bélgica Castro es hablar, en parte, de Alejandro Sieveking y viceversa. Y es que aquí sí cabe hacer eso de que "detrás de un gran hombre, hay una gran mujer", pero también "detrás de una gran mujer hay un gran hombre". Alejandro Sieveking es un reconocido dramaturgo. Uno de los más importantes de la historia de nuestro país, perteneciente a la generación del 50. Un título que a él, más que halagarlo, le incomoda, puesto que se siente sólo un "actor que escribe", que ha sido reconocido con el premio Casa de las Américas en 1975. Su nombre estará siempre ligado a una de las obras centrales de la dramaturgia chilena del siglo xx : La Remolienda, que sigue siendo visitada tanto en las tablas con enorme éxito y también en el cine. De ahí mismo, surge uno de los personajes con que más se recuerda a Bélgica Castro en el imaginario colectivo nacional: doña Nicolasa, esa mujer de campo empeñosa, astuta y noble que casa a sus hijos con mujeres sobre las que muchos tirarían más que la primera piedra. Y es que ella es piedra fundante de la historia del teatro chileno, como uno de los pilares del Teatro Experimental de la Universidad de Chile. Fue reconocida con la distinción más importante que entrega el Estado de Chile: Premio Nacional de Artes de la Representación 1995. También ha sido reconocida con el Premio Agustín Siré 2001.

Bélgica, usted ha dicho que "nacieron en un Santiago que sólo tenía teatro comercial, salvo esporádicas y débiles insinuaciones". ¿Qué similitudes hay entre ese Chile, ese público y el de hoy, donde todo pareciera ser sólo comercial?

Muchas similitudes, porque hoy se hace mucho teatro comercial y poco teatro, propiamente tal. Para mí el teatro es una ayuda para el alma del hombre y el teatro comercial ayuda poco.

Pareciera que nos dimos una vuelta de carnero y hoy hemos vuelto casi sólo al teatro comercial. ¿Qué pasó?

Cuando nacieron los teatros universitarios en Chile la actividad era más bien comercial o de espectáculos más fáciles, pero el nivel era muy bueno: se hacía un trabajo cuidadoso, buenas escenografías y vestuarios más atinados. Desde que nació el Teatro Experimental en 1941 y hasta 1973, se hicieron cosas excelentes y la prueba es que había nacido una generación de autores nacionales, que era uno de los puntos importantes para conseguir el Teatro Experimental.

Alejandro, ¿cómo se ve a través del tiempo ese Chile y este Chile, pasando por toda la época de oro con esa suerte de furor y respeto que había por la profesión teatral?

La situación es completamente distinta. Se hacía un teatro que tenía que ser básicamente entretenido, aunque debía "dejar algo". Si el teatro no es entretenido, no sirve para nada. Se diferencia de la televisión, y no estoy diciendo que ésta no tenga grandes posibilidades, porque las tiene. Pero la televisión ha acostumbrado a la gente a ver cosas muy fáciles, bastante inútiles en su mayoría. "Inútiles", quiero decir, cuando qué importa que una niña se vea bastante mal la mayoría de las veces porque está muy mal iluminada, con unos trajes ridículos, espantosos, hable y vea que su novio se está besando con otra, que es la escena más repetida de la historia del espectáculo mundial, ¿no? Es una cosa que ya uno lo ve y dice: "pero, ¿cómo? ¿Cómo pueden hacerlo de nuevo? ¡Están malos de la cabeza!". Uno podría caer en eso si hiciera mucha televisión, por eso es peligroso. Entonces, la gente se ha mal acostumbrado, no está habituada a ver teatro. Ahora, cuando se da una obra que gusta, el público acude masivamente, pero de todas maneras es una elite. El teatro no puede ser popular, y lo digo con la lágrima en el ojo porque se supone que yo tuve esa intención durante muchos años, por eso La RemoliendaÁnimas de día Claro y un montón de obras que pretendían hacer un teatro popular. Pero aún así, aunque una obra le vaya muy bien, la verán unas 20 mil personas, y 80 mil si hace una gira por el país... pero más que eso, no. En cambio, una película exitosa la pueden ver 700 mil, un millón de personas.

Usted ha dicho, Bélgica, que el teatro debe cambiar al hombre, hay que darle algo más que simple entretención, como lo señalaba Alejandro. ¿Es por eso que usted sigue haciendo teatro a pesar de las enormes dificultades que existen hoy?

El momento más feliz de mi vida es en el escenario. Me comunico con la gente y estoy convencida, como tengo extraordinario cuidado con los textos con que trabajo, de que la gente se está entreteniendo, lo está pasando bien y, además, está pensando, está mejorando. Ese es mi objetivo en la vida: "hacer teatro que sirva para algo". Y he tenido suerte porque, en general, he hecho sólo cosas convencida con el texto. Porque la gran defensa de los actores son las palabras... el texto nos sujeta, nos ayuda y nos une.

A comienzos de su carrera como actor, el crítico teatral del diario El Sur, Alfredo Lefebvre, dijo: "Alejandro Sieveking va a ser el más alto exponente de su generación como dramaturgo. Él podrá dejar en el teatro chileno una huella decisiva. Que no gaste su tiempo en la actuación y cultive ampliamente la composición dramática. ¡Esta es su misión!" ¿Por qué se siente más actor que dramaturgo?

Nadie puede entender la vida de los demás realmente en su totalidad, ni siquiera uno mismo la entiende. Pero lo que pasa es que para escribir tú tienes que tener un impulso, una idea. Actuar es entrar en el mundo de otro, y yo creo que a mí me hace bien y me enriquece porque me permite una relación muy directa con el público y, justamente, eso te ayuda a escribir. No puedo despegar una cosa de la otra. Lo que pasa es que me divierto más en el escenario... ¡Ay, que soy mentiroso!... También me divierto mucho escribiendo, pero es más complicado, quiero decir que hay que tener una paciencia, una humildad que, en general, los actores no tenemos.

Ahí está la lucha de los "egos". A mí me gustaría recordar la obra Mi Hermano Cristián, del año 1957, cuando el veinteañero Alejandro Sieveking, además de haber escrito la obra, era quien personificaba a Cristián, al personaje principal. ¿Fue usted quien eligió el rol principal?

Estaba en segundo año de la Escuela de Teatro y hacíamos lo que nos decía el director. Fue él quien pensó que la persona más indicada para hacerlo era yo, lo cual me encantó... Desgraciadamente, se le ocurrió grabar la obra en un ensayo y me oí la voz y casi me corté las venas, estuve por tirarme al río, en fin, todas esas cosas melodramáticas, porque encontré que estaba usando la voz terriblemente mal... tuve que empezar a luchar a partir de ese momento (ya que quedaban como 2 semanas para el estreno en un festival interno de una Escuela de Teatro)... Finalmente, tuvo críticas enloquecidas, mucho más de lo que la obra se merece... le fue muy bien para ser una obra primeriza. 

Este Cristián era un hermano, un déspota terrible, había sufrido un accidente...

El hermano lo deja inválido...

Pero fue un accidente. Él es un déspota terrible. ¿Por qué, Bélgica, usted dice que le gustan los personajes de mala?

A todos los actores nos gustan los personajes de malos porque son muy buenos, con mucha carne y, además, son más fáciles que los buenos. El hecho de que el público te odie te da un gusto tan grande, porque el público está sintiendo una emoción cuando tú estás presente. Yo encuentro que a todos los actores les pasa lo mismo, no solamente a mí. El personaje de "malo" es el mejor para actuarlo. Es el más atractivo para el actor y para el público, también, porque es indispensable para que el "bueno" sea bueno.

En Los Días Felices de Beckett, el rol de Winnie es, sin duda, un rol que a usted le gusta mucho, o también la señora Sacchannassian de El Regreso de la Vieja Dama de Durrenmatt. No creo que le falten roles por interpretar...¿no?

¡Sí, sí! Pero ya no hay caso porque tengo mucha edad, pero sí, ¡por Dios!

Pero usted está en el teatro siempre...

Sí, y seguiré haciendo cosas que pueda hacer. Bueno, se me da muy bien Chejov. Si tú tienes un buen director, Chejov es una maravilla para cualquier actor, es una cosa en que tú te realizas. También me gustan mucho los personajes falsescos y cómicos. Esas son cosas muy entretenidas. Yo recuerdo con mucho cariño haber hecho una obra de don Ramón de Valle-Inclán que se llama Los Cuernos de don Friolero, donde hacía de Doña Loreta, un personaje fantástico... una mujer que está casada con un militar y que tiene un amante. Pero es todo muy circense un poco y al estilo de Valle-Inclán que, desgraciadamente, está abandonado en Chile. Y ese personaje, por ejemplo, me fascinó hacerlo, era muy atractivo y el público se moría de gusto.

Y cuando está sola, cuando se mira al espejo ¿a quiénes ve ahí reflejados?

¡No! No hay que mirarse al espejo. Yo hace tiempo que me miro lo menos posible. No veo a ningún personaje. Esa gente que dice que se le quedó el personaje pegado, no es cierto, eso es una manera de hacerse los interesantes, no más. Uno hace el personaje mientras
está haciendo el texto, que como te digo, el texto es nuestro bastón, lo que nos sujeta, lo que nos hace vivir y, bueno, se acabó el texto, soy de nuevo la misma persona fome de todos los días.

Hablemos de políticas públicas culturales. Cuando se fundó el Teatro experimental de la Universidad de Chile, se hizo bajo la rectoría de Juvenal Hernández. En esa misma época, también se creó la Orquesta Sinfónica de Chile, el Ballet Nacional Chileno. ¿Qué rol debe jugar, en este caso, la Universidad de Chile, Bélgica?

Creo que hay una responsabilidad muy grande en las personas que tienen en sus manos el destino de los habitantes del país. Nosotros pudimos prosperar porque estábamos en manos de don Juvenal Hernández, el rector de la Universidad de Chile, que era un lujo. El era un humanista connotado, una expresión que ha pasado de moda, porque ahora la gente sale del colegio sin la preparación humanista. La ayuda económica del Estado debería ser importante, tanto para la educación como para la cultura. ¿Sabe que hay un pequeño problema
de falta de comprensión en este momento?

¿Cuál?

Le parece al Estado que la manera de arreglar, de ser generoso con Chile, es hacer funciones gratuitas, y me parece a mí que no debe haber funciones gratuitas sino que respaldar a los actores, como lo hacían con nosotros en la Universidad de Chile, cuando teníamos que devolver el 40 por ciento de lo que nos daban por el precio de las entradas que eran las más baratas de Santiago. Debíamos llenar el teatro para responder con ese 40 por ciento y eso nos impulsaba a hacer buenas obras, a hacer más ensayos y ser más exhaustivos. El que tú tengas una responsabilidad de vida, mejora la calidad artística. Si yo me saco un Fondart y hago giras por las provincias y el público va gratis, entonces, lo que estoy haciendo es hundir a los grupos de provincia, porque ellos cobran por la entrada para poder mantenerse. Entonces, el público les dice: "¡Pero, sch! Aquí viene gente de Santiago, famosos de la televisión y no cobran, y tú estás cobrando". ¿Ve? Es una política equivocada cien por ciento.

Hablábamos del "texto" como "piso", como decía Bélgica, vamos a La Remolienda, estrenada el año 1965, nada menos que bajo la dirección de Víctor Jara. Es una obra clásica donde el rol de Nicolasa lo hacía Bélgica Castro, y lo interesante es que el texto corresponde a personajes que viven en el campo, que hablan en un chileno que en los años locos ´60 ya debe haber estado en desuso. ¿De qué manera se defiende ese "texto" hasta hoy, Alejandro?

Es una obra que demoró dos años en escribirse. En su origen, era una comedia musical. Después Víctor me dijo que tenía mucha música. La versión que se estrenó era la novena, no con cambios totales, pero sí con cambios importantes, como por ejemplo, toda la escena del Ñatito, era la mitad; no existía la escena del borracho desarrollada; la escena de las adivinanzas no estaba...

Esa es memorable...

Yo no sabía cómo presentar a los personajes y que se entendieran, sin que fuera un diálogo.

¿No fue criticado el uso de ese lenguaje, que estuviera fuera de época?

En la escuela, éramos Jaime Silva y yo, básicamente, los alumnos que escribían y que ya eran conocidos por la crítica. Nosotros des preciábamos un poco el teatro folclórico, el criollismo nos cargaba, porque es una cosa de generación, porque era de la anterior. ¡Tú no puedes seguir haciendo lo que hacen tus abuelos, tus padrinos! Tienes que hacer una cosa distinta. ¿Y en qué consistía este cambio que nosotros propiciábamos? En que no era real, pero tenía que parecer real. Esperas que la gente crea que eso es cierto, y entonces, ¿cómo lo haces? Trabajando como bruto...

A propósito de la escena de las adivinanzas, ¿Usted se anima a leer una, Bélgica?

Claro, me las sé de memoria. "Tronco de higuera, flor de zapallo, tonto baboso, cara de caballo"... ¿Qué es? La Tuna. Otra: "Una niña en un prado, pasó un caballero y se quedó parado de verle el vestido de siete bordados, no estaba cosido ni estaba cortado". La culebra, claro. Y esta que la dice Graciano: "Gordo lo tengo, más yo quisiera, que entre las piernas no me cupiera". ¿Ese qué es? ¡El caballo!

Y si esto no lo sacó de ahí, del campo, ¿es puro escritorio? No, no. Para las adivinanzas tuve que leer libros y elegir la que más le convenía a cada personaje, porque era una manera de presentarlos. Luego, quería que los personajes dijeran adivinanzas que correspondieran a su mente. Y la de Gilberto, por ejemplo, era demasiado simple, entonces, él dice adivinanzas que uno no hace ni medio segundo de esfuerzo para adivinarla, porque son obviamente claras. Las niñas tienen distintos grados de picardía: algunas son muy desfachatadas y otras medio lesitas.

A propósito de adivinanzas picarescas, recuerdo los Cantos por travesura de Víctor Jara, algunas bien subidas de tono...

Es que en el folclor son así. Hay una que está puesta por Víctor y que yo no la conocía. Él me dijo: "Mira, esta podría ir aquí, y le viene al personaje de Graciano", que es el hermano del medio. Esta obra tiene una estructura muy similar a la de las obras clásicas: son tres huasos y tres niñas... obviamente eso nos remite a Shakespeare. Lo cuento porque estamos aquí en privado... Si uno no tuviera influencia de Shakespeare, de quién la va a tener, ¿no? Y mi papá, en esta obra, es Shakespeare. 

¿Y qué pasó con la influencia de Víctor Jara? ¿Dónde está la mano de Víctor Jara en La Remolienda, Alejandro?

En rechazar el exceso de canciones, cosa muy graciosa porque él era cantante. Pero Víctor encontraba que esto era una obra de teatro y no le interesaba hacer una comedia musical como era en su origen. Y yo creo que tenía razón. Obviamente yo le creía todo; éramos compañeros de curso, él dirigió la primera obra mía que fue un gran éxito, Parecido a la Felicidá, fue su primera dirección, además. Después de eso él se retiró de la actuación y empezó a estudiar dirección y nuestras carreras coincidían cuando trabajábamos juntos. Además, él tenía un talento notable: fue el único de nuestra generación, diría yo, que pasó inmediatamente a ser parte del Instituto de Teatro de la Universidad de Chile.

Finalmente, me gustaría llevarla a los tiempos de oro, Bélgica, ya que no siempre tiene la posibilidad de poder escuchar de primerísima fuente, ¿cómo fue ser parte de la fundación del Teatro Experimental de la Universidad de Chile?

Nosotros éramos estudiantes, éramos jóvenes e irresponsables. ¡Yo era terriblemente irresponsable! Sabía que tenía que titularme de profesora y estaba aquí, en Santiago, en casa de unos parientes, viviendo bastante mal, porque ellos no estaban tan contentos de que yo estuviera allí. Pero, cuando estaba en primer año se produjo este fenómeno en el pedagógico. Vi que había un grupo de teatro, fui a las funciones, las encontraba fantásticas y, cuando me dijeron que hiciera un papel, lo hice con un entusiasmo loco... así nació el Teatro Experimental que se concretó un año después. Yo engañaba a mis parientes diciéndoles que tenía tres horas de gramática, pero sólo tenía una y las otras dos ensayábamos. Todos éramos muy pobres... dábamos una cuota mensual para poder mantener el teatro. Ensayábamos en el Pedagógico, después nos prestaron una sala en la Casa Central ¡Y, te juro! Era muy pobre todo, muy pobre. Así, hasta que logramos pertenecer, como conjunto de teatro, a la Universidad, y ser el Teatro de la Universidad de Chile. Pero eso pasó después de cinco años en que trabajábamos en un experimento muy novedoso de la Universidad, porque era lo más raro que había. La verdad es que a nosotros nos apoyaron los familiares, los compañeros, y toda la gente gay de Santiago, y eso hay que decirlo con franqueza, porque tenían una sensibilidad, una inquietud cultural en el que el Teatro Experimental encontró un gran apoyo y gracias a ellos logramos terminar haciendo "un teatro oficial de la Universidad".

A la luz de esa pasión de los inicios del teatro en nuestro país, ¿qué diría usted que pasa con el mundo teatral hoy?

Esos son dos mundos distintos, tanto como comparar Santiago con Calama. Aquel mundo era más culto que éste, porque había unhambre cultural que la aprendía uno desde la primera de preparatoria, porque la educación era otra. Yo salí del liceo tan preparada en español, tan preparada, que para mí estudiar en el Pedagógico para ser profesora era más bien una profundización y no una novedad, porque ya conocía mucho a los clásicos españoles desde el liceo, ya que la profesora de castellano nos hacía dialogar las obras de Lope y la lectura era una necesidad. El carrete de mis años de estudiante universitario era leer La Montaña Mágica... en fin, era otra vida; es tan distinto que no te podría comparar siquiera. Tuve la suerte de vivir tantos años que puedo vivir esta otra vida, pero es otra.