Un escritor entre leones
El escritor y Premio Nacional de Periodismo, Guillermo Blanco, conversó acerca de su dilatada trayectoria al servicio de las letras
Se llama Guillermo Santos Eleuterio Blanco Martínez y escondió de niño eso de "Santos y Eleuterio" por vergüenza infantil. Sin embargo, el nombre "Santos" se le fue pegando a través de su fe católica, y el Eleuterio, encarnando en el ejercicio libre de la escritura, ya que en griego, significa "Libertad". Guillermo Blanco pertenece a la generación del 50, la que según algunos expertos no tiene ninguna característica en común. Pero Blanco retruca: "Somos hijos de la Bomba Atómica".
Tiene una dilatada trayectoria en el periodismo, por la que obtuvo el Premio Nacional en 1999. Sin embargo, su voz ha campeado, sobre todo, en la literatura. En estas lides es un súper ventas: Gracia y el Forastero ha vendido más de un millón de ejemplares en nuestro país. Pero él se define sólo como "un señor que escribe". Integra esa categoría que las sociedades actuales llaman "hombre bueno" y, como tal, cumplió en 1999 el llamado de la Patria formando parte de la Mesa de Diálogo sobre los Derechos Humanos, un compromiso político que lo caracterizó desde joven, cuando era parte de lo que se denominó "los niños cantores".
Cuéntenos de ese Guillermo Blanco del año 1939, de ese niño cantor que tenía un profundo compromiso político.
Primero que nada, lo de niño cantor no trataría de asumirlo en serio, porque soy muy desafinado, no canto ni en la ducha porque me molesta oírme. Pero este grupo de niños cantores lo integrábamos algunos estudiantes de colegio y algunos universitarios, que todos los días, a las doce del día en punto, nos parábamos frente a la Embajada de los Estados Unidos a cantar la Canción Nacional como un signo de dignidad. Y es que a Estados Unidos se le había ocurrido que Chile tenía que romper relaciones con Italia y Alemania en la Segunda Guerra Mundial. Y aunque no éramos partidarios de Alemania e Italia, al contrario, éramos todos pro-aliados o, como decíamos nosotros, "aliados de los aliados", nos molestaba que nos humillara como país. Después, se le ocurrió a Estados Unidos que le declaráramos la guerra, no tan amplia como la actual contra el terrorismo, sino contra media Europa...Y nos parecía, como les digo, que este era un "vejamen" que teníamos el deber de rechazar.
Guillermo Blanco profesa una gran admiración por uno de los grandes intelectuales y escritores españoles, me refiero a Miguel de Unamuno, de quien escribió el libro El León sin sus Gafas. Usted recuerda ahí un episodio muy novelesco en el que Unamuno se enfrenta con el general Millán Astraín, en octubre del año 1936, cuando éste pronuncia la horrorosa frase: "Muera la inteligencia. Viva la muerte". Me gustaría que usted nos hablara de la figura de Unamuno y, específicamente, de ese episodio que revela la personalidad de este gran intelectual español.
Esto sucedió el 12 de octubre de 1936, había una ceremonia en la Universidad de Salamanca que en ese tiempo estaba ocupada por las fuerzas del General Franco. Unamuno era el rector y le correspondía presidir la sesión. Y así lo hizo. Le tocó escuchar, no sé cómo decir, unos desatinos contra los vascos, dichos entre otros por un obispo que era catalán. Luego, Unamuno tomó la palabra y dijo: "Aquí se han dicho cosas que yo no puedo dejar pasar. El obispo es catalán y yo soy vasco, y creo que no hay por qué despreciar a ningún español en cuanto sea español". Así lo dijo en síntesis, porque él lo expresó de manera brillante. Después de esto, Unamuno prácticamente desapareció y el 31 de diciembre de ese mismo año murió, solo y con una gran amargura ya que, además, era hostilizado por quienes en esa época querían congraciarse con el régimen de Franco.
Usted tuvo la oportunidad de ir hasta Salamanca a investigar sobre la vida de Miguel de Unamuno. ¿Qué fue lo que usted pudo descubrir allá en España y que no haya podido, por ejemplo, leer a través de la literatura?
Esta aventura empezó de una manera pintoresca. Un día nos encontramos en el pasillo con la directora de la Escuela de Periodismo de la Universidad en la que enseño, quien me entrega un papel y me dice: "Mire, usted que es tan español, ¿por qué no postula a esta beca? Tomé el papel y yo, que no estaba muy en edad de esas cosas, empiezo a leer, y era una beca para hispanistas. Y postulé en agradecimiento a la directora pero sin ninguna esperanza. Pero resultó y me tocó viajar a Salamanca. Una vez allá, una de las primeras cosa que hice fue ver una guía de teléfonos, donde sólo había un Unamuno, un médico. Le hablo por teléfono y curiosamente me contestó de inmediato y le digo: "Supongo que usted es pariente de don Miguel". "Soy nieto", me dice. Entonces, le explique en qué andaba y le pedí que si él podía atenderme para entrevistarlo. Y me dice: "Yo no le voy a servir de nada porque cuando mi abuelo murió yo acababa de nacer, era una criatura, no recuerdo haberle oído nada, en cambio mi hermano, él si alcanzó a vivir hasta los siete años con nuestro abuelo. ¿Por qué no habla con él? Y su hermano resultó ser una persona encantadora, un hombre simpatiquísimo que me dio no sé cuántas horas de su tiempo contándome de su abuelo, y cosas muy decisivas. Ahora, retrocediendo un poco, ¿por qué me tenté yo con Unamuno? Porque tengo un libro de sus obras en el que sale una foto suya, viejito, canoso, el abuelo típico con uno de sus nietos y era a éste Unamuno al que yo quise rescatar postulando a la beca. Entonces, el libro de alguna manera nació de esa foto, y una de las cosas que me mostró este nieto de Unamuno, fue la misma fotografía. "Mire —me dice—, ahí estoy yo con mi abuelo". Entonces, yo me quedé más o menos tieso.
Pero él era reconocido por ser muy cascarrabias.
Lo de las gafas es decisivo porque, de todos los retratos que uno ve de Unamuno, siempre aparece con esos anteojos, esas gafas amenazantes, muy hostiles que le dan un rostro severo. Yo siempre he dicho que me habría encantado haber vivido en la época de Unamuno, pero no habría querido conocerlo personalmente, porque yo creo que era cascarrabias. Y como digo, ese retrato es para mí el símbolo del Unamuno desarmado, que deja sus armas de combatiente, porque era muy peleador, y está ahí como abuelo común y corriente.
Miguel de Unamuno batalló contra la barbarie y usted es un gran enemigo de ésta. ¿Podríamos decir que es de él de quien toma la barbarie como uno de sus temas predilectos?
Yo leí a Unamuno por primera vez, fuera de esas cosas que le hacen leer a uno en el colegio, por primera vez ya pasados los 40 años, de modo que la influencia de Unamuno en mi vida ha sido posterior. Había una afinidad secreta de la cual yo no tenía la menor conciencia hasta entonces.
¿Cuáles son esas afinidades: el amor por el idioma español y su correcto uso, por ejemplo?
Ciertamente. Es que este idioma nuestro no es una cosa que alguien la inventó y la dejó ahí en un diccionario, es algo que vamos creando nosotros todos los días. Unamuno tenía mucha conciencia de eso, él inventó una serie de palabras, y una muy bonita que tiene que ver con toda su concepción de la presencia humana en el mundo, llamada "intrahistoria", que es la historia que pasa por dentro de la gente.
¿Y dónde queda toda esa historia que hace "la gente", como usted dice?
Una vez me pidieron que diera una charla sobre la vida contemporánea, algo así, un tema así de facilito... Yo estuve listo para ir a dar la charla en menos tiempo del que había previsto entonces, decidí irme a pie desde el Cerro Santa Lucía, donde vivía hasta la Avenida Brasil, donde era esta conferencia. Me fui caminando por el centro de la Alameda, viendo las estatuas y me di cuenta que la mayor parte correspondía a "gente que había matado gente": el general este, el coronel otro... Pero... ¿por qué los otros no? Los chilenos al levantar esas estatuas estamos diciendo "por ahí hay que ir".
Nos gusta el rigor. ¡La mano dura!
Claro. El gusto de la mano dura es el que siempre tienen los débiles... "que otro pegue los coscachos".
Guillermo Blanco nació en 1926 en Talca. Pertenece a la Junta directiva de la Universidad de Talca; es además miembro de la Academia Chilena de la Lengua. En su libro Recuerdos no siempre cuerdos, usted dice que es un cabro provinciano, apagado, que conoció a siete presidentes de la República, a unos ocho cardenales, a tres premios Nobel... ¿Cómo se gestó este "ejercicio de memoria",como lo ha denominado?
Es que no son "memorias" en el sentido tradicional de la palabra. Es un libro en el que cuento cosas que he vivido o he visto basándome exclusivamente en la memoria. Por ejemplo, cuando digo ahí que he conocido a tal cantidad de Presidentes de la República, lo digo en tono de broma, porque la verdad es que el primer Presidente de la República que yo conocí fue a Pedro Aguirre Cerda recién elegido, después vi a Alessandri, pero cuando ya había dejado el cargo. Al primero lo conocí a fines del año 1938, una tarde en la que estábamos un grupo de cabros jugando en la calle Lastarria, que era donde vivía en esa época. De repente, llega un señor bajito que da la vuelta en la esquina de Lastarria con Valdivia, toca el timbre y uno de nosotros lo reconoce, y dice: ¡Es don Pedro Aguirre! ¡Vamos a darle la mano! Esa fue la primera vez en la vida que le daba la mano a un Presidente de la República y me demoré bastante en lavármela...
En el mismo libro usted recuerda a otro "León", ya que hablábamos de Unamuno, pero este era el León de Tarapacá.
"El León de Tarapacá" es una de las figuras dominantes de la política del siglo XX chileno. Era un hombre fascinante. La verdad es que si alguien fuera capaz de escribir una buena novela sobre el León se anotaría un poroto. Era malicioso, le encantaba equivocarse y decir garabatos delante de las damas y luego decir: "!Oh!" y se daba vuelta como si no se hubiera dado cuenta. Inteligente, muy inteligente, con un manejo político extraordinario. Si quisiera definir cuál es mi visión de don Arturo Alessandri, diría que es "un conductor que se dejó conducir". Porque muchos le reprochan que él cambió de posición política: empezó siendo más o menos chascón, y después terminó siendo bastante peinado, tenía menos que peinar pero, bastante peinado. Y en esa evolución, está la "intrahistoria del país", él no fue así por decisión propia, tajante y categórica, sino más bien, siguiendo a sus seguidores.
En su libro Cuentos Completos hay uno que se llama La Canilla de Don Quijote, donde usted se refiere a una frase muy manida.
El primer elemento es la fama de "creídos" de los talquinos. Luego, el que en los primeros años de Ferrocarril, por alguna de esas cosas misteriosas, el tren que iba al sur paraba en Talca un rato largo, porque tenía que empalmar con otro. En esta parada, la gente se bajaba del tren y recorría la calle del comercio. Ahí había una sombrerería de un señor francés, quien por darse prestigio puso debajo del nombre de la tienda, "Talca, París y Londres". ¡No era ninguna mentira! Puesto que los sombreros efectivamente se vendían en Talca, París
y Londres.
Aquí tenemos la verdadera historia de la famosa frase: "Talca, París y Londres", y usted inserta esto dentro de un cuento que lleva el nombre de La Canilla de Don Quijote, que uno podría pensar que es un relato perfectamente español y, sin embargo, es bastante más talquino.
Y es que una de las cosas con que se reían de los talquinos es que éstos decían que en la plaza de Talca estaba sepultada la canilla de Don Quijote. "La canilla", cuando debe haber tenido dos, pero en fin, que alli estaba sepultada La Canilla de Don Quijote...
Pero ya es bastante, al menos una canilla...
Y con eso sacaban mucho trote los talquinos, y no son los únicos, porque también cerca de Cataluña, en Reus, quienes también tienen fama de creídos, dicen que allí también está sepultada la canilla de Don Quijote.
En este relato también se refiere a la imposibilidad de la escritura, a pesar del deseo de transmitir, sin embargo, la palabra se queda corta.
Esa es una de las primeras cosas que uno aprende: que la palabra siempre se queda corta. Y es muy frustrante, a veces, cuando uno tiene mucha vehemencia por comunicar algo de una manera muy concreta, muy precisa, y no se puede. Así, por ejemplo, si yo digo "libertad", lo que sale de mí no es lo mismo que ustedes reciben. Cuando uno quiere comunicar, se encuentra con la valla de que las mismas palabras que uno usa para comunicar, están de algún modo traicionándonos.